Introducción (General) (Vitamina D (D2/D3))

La vitamina D, un nutriente liposoluble, desempeña funciones críticas en el organismo que van mucho más allá de su papel clásicamente reconocido en la salud ósea. Su implicación en una miríada de procesos fisiológicos la posiciona como un elemento fundamental para el mantenimiento de la homeostasis y la prevención de diversas patologías.

1.1. Rol Fisiológico Integral de la Vitamina D

La vitamina D es indispensable para la homeostasis del calcio y el fósforo, procesos vitales para la mineralización, el crecimiento y la remodelación ósea normales.[1] Su suficiencia previene el raquitismo en niños y la osteomalacia en adultos, condiciones caracterizadas por un defecto en la mineralización del hueso.[1] Sin embargo, el alcance de su acción se extiende a múltiples sistemas. La vitamina D modula el crecimiento celular, la función neuromuscular, la función inmunitaria y el metabolismo de la glucosa, además de poseer efectos antiinflamatorios.[1] La expresión de numerosos genes que regulan la proliferación celular, la diferenciación y la apoptosis está controlada, en parte, por la vitamina D, y sus receptores (VDR) se encuentran en la mayoría de los tejidos corporales, no limitándose al sistema esquelético.[1]

Es fundamental reconocer que la vitamina D, obtenida a través de la síntesis cutánea por exposición a radiación ultravioleta B (UVB) o mediante la dieta y suplementos, es biológicamente inerte en su forma inicial.[1] Requiere dos hidroxilaciones secuenciales para activarse: la primera en el hígado, donde se convierte en 25-hidroxivitamina D o calcidiol, y la segunda predominantemente en el riñón, donde se transforma en 1,25-dihidroxivitamina D o calcitriol, su forma hormonalmente activa.[1] El calcitriol ejerce sus efectos uniéndose a los VDR, que están presentes en una amplia gama de tejidos, incluyendo células del sistema inmune, cardiovascular y nervioso, además del hueso y el intestino.[1] Esta ubicuidad de los VDR y la capacidad del calcitriol para regular cientos de genes explican sus efectos pleiotrópicos, que trascienden la homeostasis del calcio e impactan la inmunidad, el crecimiento celular y la salud cardiovascular.[1] Por lo tanto, considerar la vitamina D meramente como una "vitamina" subestima su rol; funciona de manera más análoga a una prohormona con importantes funciones endocrinas, paracrinas e intracrinas a nivel sistémico. Esta concepción ampliada tiene profundas implicaciones en cómo se abordan su deficiencia y suplementación en diversos contextos clínicos, reconociendo su potencial para influir en la regulación fisiológica general.

1.2. Diferencias Estructurales y Funcionales Clave entre D2 (Ergocalciferol) y D3 (Colecalciferol)

Existen dos formas principales de vitamina D: D2 (ergocalciferol) y D3 (colecalciferol). La vitamina D2 se deriva de esteroles vegetales, como el ergosterol presente en levaduras y hongos expuestos a radiación UV, mientras que la vitamina D3 se sintetiza en la piel de los animales (incluidos los humanos) tras la exposición a la radiación UVB y también se encuentra en alimentos de origen animal.[1] Desde el punto de vista estructural, ambas formas son muy similares y solo difieren en su cadena lateral: la vitamina D2 posee un grupo metilo en el carbono 24 y un doble enlace entre los carbonos 22 y 23, características ausentes en la vitamina D3.[8] A pesar de estas sutiles diferencias estructurales, ambas formas se absorben en el intestino delgado y siguen las mismas vías de hidroxilación en el hígado y el riñón para convertirse en sus metabolitos activos.[1]

Aunque tanto la D2 como la D3 son capaces de elevar los niveles séricos de 25(OH)D, la evidencia científica acumulada sugiere que la vitamina D3 es generalmente más eficaz para aumentar y, crucialmente, mantener estas concentraciones durante períodos más prolongados.[1] La Oficina de Suplementos Dietéticos (ODS) de los NIH concluye que la D3 es, en general, más potente y sus efectos son más duraderos en el organismo.[1] Un metaanálisis indicó que dosis en bolo de D2 podrían ser menos efectivas que dosis equivalentes de D3, aunque con la suplementación diaria esta diferencia podría ser menos marcada.[7] Adicionalmente, un ensayo de 25 semanas de duración demostró que la suplementación diaria con D3 fue más eficaz que la D2 para mantener los niveles de 25(OH)D alcanzados durante el verano a lo largo de los meses de otoño e invierno.[7] Esta superioridad de la D3 podría deberse a diferencias en la afinidad de unión a la proteína transportadora de vitamina D (VDBP), variaciones en su metabolismo por las hidroxililasas hepáticas y renales, o distintas tasas de aclaramiento, siendo la diferencia en la cadena lateral el origen probable de estas distinciones metabólicas. Para la práctica clínica, especialmente en la corrección de deficiencias o en el mantenimiento a largo plazo del estado de vitamina D, el colecalciferol (D3) se considera generalmente la forma preferente, lo cual tiene implicaciones directas en la formulación de suplementos y en las recomendaciones de prescripción.

1.3. Justificación Clínica de la Suplementación

La suplementación con vitamina D está clínicamente justificada para la prevención y el tratamiento de enfermedades óseas metabólicas como el raquitismo en niños y la osteomalacia en adultos.[1] También es un componente fundamental en el manejo de la osteoporosis, frecuentemente administrada en combinación con calcio para optimizar la salud ósea y reducir el riesgo de fracturas.[12] Más allá de estas indicaciones clásicas, la creciente comprensión de los roles extraesqueléticos de la vitamina D ha ampliado las justificaciones para su suplementación.

La deficiencia de vitamina D se ha asociado con una mayor susceptibilidad a infecciones y una desregulación del sistema inmunitario, lo que subraya su importancia en la modulación de la respuesta inmune y en la prevención de enfermedades autoinmunes como la artritis reumatoide (AR) y el lupus eritematoso sistémico (LES).[1] En el ámbito cardiovascular, niveles bajos de vitamina D se han correlacionado con un mayor riesgo de hipertensión, dislipidemia y eventos cardiovasculares adversos.[3] Aunque la evidencia de ensayos controlados aleatorizados (ECA) sobre la prevención del cáncer es mixta, algunos estudios observacionales sugieren una asociación entre niveles bajos de vitamina D y un mayor riesgo de ciertos tipos de cáncer.[18] La obesidad es un factor de riesgo conocido para la deficiencia de vitamina D, y la suplementación puede ser necesaria en esta población para alcanzar niveles adecuados.[3] Además, se ha observado una relación entre niveles bajos de vitamina D y síntomas depresivos, incluido el trastorno afectivo estacional (TAE).[18]

El paradigma en torno a la vitamina D ha evolucionado significativamente. Históricamente centrada en la salud ósea, la investigación ha revelado la presencia de VDR en una diversidad de tejidos (células inmunitarias, cerebro, sistema cardiovascular, páncreas), lo que ha expandido la comprensión de sus funciones fisiológicas.[1] Numerosos estudios observacionales vinculan consistentemente niveles bajos de 25(OH)D con una amplia gama de enfermedades no esqueléticas.[3] Aunque los ECA para algunos resultados no esqueléticos han arrojado resultados mixtos, a menudo debido a limitaciones en el diseño del estudio, los niveles basales de los participantes o las dosis utilizadas, la amplitud de los datos observacionales y la comprensión mecanicista respaldan una justificación clínica más amplia para evaluar y corregir la deficiencia. Este cambio sugiere que el estado de la vitamina D se reconoce cada vez más como un factor de riesgo modificable para un espectro de condiciones de salud que van más allá de la integridad esquelética, justificando la suplementación en individuos deficientes para apoyar la salud general. En consecuencia, los clínicos deberían considerar el estado de la vitamina D en una gama más amplia de pacientes, especialmente aquellos con enfermedades inflamatorias crónicas, autoinmunes o metabólicas, y no limitar su evaluación únicamente a las preocupaciones sobre la salud ósea. Esto también subraya la necesidad de ECA bien diseñados para confirmar la causalidad de los efectos no esqueléticos.